Mientras uno logra
conservarse- en la imaginación, claro- virgen de maldad, suciedad o miseria,
entonces puede darse el lujo de disfrutar un estado beatífico de felicidad.
Puesto todo lo feo afuera, toda la maldad en otros, toda la injusticia en el
sistema, estamos bien pagados de nosotros mismos, rebosantes de pureza, a buen
resguardo de toda mancha, y podemos sonreír con bonhomía. Es el paraíso.
Semejante estado de bonanza
no se abandona así como así, y por eso hay tantas personas que defienden con
uñas y dientes la imagen indulgente de sí mismos que se han forjado, y que
tantos beneficios reporta. En mi caso, puedo decir que por fortuna disfruté de
esta ensoñación mucho tiempo.
El problema empieza cuando nos
sinceramos y se acaba la idealización. Uno empieza a ver lo miserable en uno, las
propias parcialidades del juicio, la cruel indiferencia hacia los demás. Aflora
la basura bajo la alfombra, y los oscuros miasmas de la ruindad lo invaden todo.
Cuando nos hacemos conscientes de todo esto en nosotros, hemos sido expulsados para
siempre del paraíso. Ahora nos cuesta trabajo reír, y ser felices parece
imposible.
Parados frente al espejo,
nos damos cuenta que estamos frente a ese cretino que hasta recién criticábamos
con fiereza, culpándole de todos los males y deseándole los peores castigos.
Esto nos provoca un desconcierto paralizante, y se nos congela la sonrisa.
Y cuando creemos que ya no
puede haber nada peor, ocurre que también nuestros amigos y seres queridos se nos
aparecen despojados de la idealización con que antes, piadosamente, les protegíamos,
sólo para tenerlos de nuestro lado (el lado bueno, el correcto, el deseable) mientras emitíamos veredictos ominosos
sobre el resto de la humanidad.
También ellos caminan
ahora junto a nosotros, desnudos, por este valle de desilusión.
¿Y el amor?, me pregunta
alguno.
El amor sufre entonces uno de sus
peores embates, y se hunde en la sordidez del fangal.
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