Dice el dicho: “En este
mundo, cada maestrito con su librito”.
Y es verdad. Pero no se crea
por ello que nos referimos únicamente a la propensión que cada uno tiene de
explicar las cosas usando sus propios criterios y normas. Hay algo más, y no es
de poca importancia: no sólo cada cual se las apaña para explicar o justificar
el mundo con las armas que Natura le dio, sino que además pretende legislar para todos sobre la base de las leyes que mejor le
sientan a su clase.
Vamos a los ejemplos.
Mientras los intelectuales
pretenden fundar toda dignidad (empezando por la suya propia) en el pensamiento
y la fina argumentación, los brutos recurren a la brutalidad no sólo para
defenderse de la burla de los primeros sino también (últimamente se ve ésto en la
exhibición desembozada del orgullo de ser bruto) para recuperar una cuota de
autoestima. Mientras los marxistas reivindican la debilidad del proletariado, su
nobleza de espíritu y las injusticias que padece como base moral del derecho
que reclaman, los halcones liberales reivindican la astucia, la agresividad y
la audacia de unos pocos para legitimar su dominio sobre la mayoría.
Sería un despropósito que un
marxista tratase de fundar su defensa del proletariado basándose en la mayor
astucia y agresividad de éste. Tan absurdo como que un banquero defendienda su
posición argumentando pobreza y debilidad.
Esto parece algo trivial y
sonso, pero a mi juicio no lo es tanto. Si bien resulta natural que cada cual
reclame por lo que considera que le corresponde y reivindique su posición sobre
la base de las características para las que está mejor dotado, ocurre que por
lo general el susodicho reclamante va un paso más allá y pretende que precisamente las características que mejor domina y en las
que tiene una ventaja comparativa respecto del resto sean casualmente las que
deben ser consideradas como baremo o medida para juzgar quién es mejor o peor,
quién será el triunfador y quién el perdedor del juego global.
Resumiendo, cada cual
pretende basar sobre las virtudes que sustentan sus propias ventajas
comparativas, una escala de “valores universales”.
Ejemplo: para un
intelectual, alguien que se eleva con el pensamiento por encima del mundo
concreto es superior a un despreciable bruto. Para éste, en cambio, que habita
el mundo de las “cosas reales” y consigue todo lo que necesita utilizando la
fuerza bruta, la charlatanería impotente del intelectual resulta claramente
inferior. Para un liberal de derecha, el hombre que no gana suficiente dinero
no tiene valor. Para un marxista, el hombre que funciona por fuera del
engranaje social no sólo carece de valor, sino que es un despreciable predador
del prójimo.
En principio, tenemos miedo
de adjudicar valor a características positivas de las que carecemos: el
intelectual se siente inepto para operar en el mundo de las cosas concretas,
por ende descalifica ese mundo. Lo propio hace el bruto, que no entiende una
palabra de lo que dice el intelectual, o es demasiado perezoso para esforzarse
en comprenderlo. El rico desprecia a quienes ejercen la solidaridad social,
pues es incapaz de ella. El pobre desprecia al rico, pues es incapaz de generar
riqueza o de multiplicarla.
Ese miedo a reconocer en
otros la potencia allí donde somos impotentes se agudiza en los tiempos que
corren: hoy en día hay muchos intelectuales diciendo cosas por ahí pero muy
pocos reciben alguna atención, si es que la reciben, por parte del resto; hay
muchos hombres capaces de ejercer la fuerza pero las máquinas (tanto en la
producción como en la guerra) permiten prescindir cada vez más de la fuerza
bruta humana; hay muchos empresarios defensores del libre comercio que sin
embargo se ven obligados- para no desaparecer- a cartelizarse en un escenario
de creciente concentración corporativa. Hay muchos socialistas o “progresistas”
defensores del bienestar social que- incapaces de dar solución a los problemas
concretos y ante la perspectiva de ser dejados de lado por aquellos a quienes
dicen defender- se atrincheran en las burocracias gobernantes y sostienen sus
privilegios a costa de asfixiar contribuyentes.
En una sociedad donde hay
demasiados “maestritos” con sus “libritos”, todos pretendiendo evangelizar y
legislar el mundo según su particular perspectiva, la sensación de impotencia
es generalizada, y no deberíamos sorprendernos de ello: ningún organismo puede funcionar con sólo algunos de sus órganos. Los
necesita a todos por igual: los brutos, los intelectuales, los liberales, los
socialistas, los compasivos y los crueles, los constructores y los destructores.
Todos son igualmente útiles, si trabajan en el lugar correcto.
Todos estamos en el mismo
barco, y todas esas visiones del mundo- nacidas de una fortaleza y de una
debilidad de cada uno- son igualmente necesarias. En una sociedad se necesita
quien piense, pero también quien utilice la fuerza bruta; se necesita quien
ejerza la solidaridad, pero también se necesita quien arriesgue y compita para mejorar. La pretensión de imponer cualquier visión del
mundo de manera unívoca o como sistema cerrado está condenada al fracaso.
Entonces, ¿por qué no nos
sentamos todos a una misma mesa, y dialogamos e integramos nuestras diferentes
fortalezas, en lugar de dilapidar todas nuestras energías en pretender
desacreditar las fortalezas del otro, llevados por el miedo y la impotencia?
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