lunes, 17 de junio de 2019

De Gabriel Agatino: LAS (COMUNES) REGLAS DEL JUEGO


Dice el dicho: “En este mundo, cada maestrito con su librito”.
Y es verdad. Pero no se crea por ello que nos referimos únicamente a la propensión que cada uno tiene de explicar las cosas usando sus propios criterios y normas. Hay algo más, y no es de poca importancia: no sólo cada cual se las apaña para explicar o justificar el mundo con las armas que Natura le dio, sino que además pretende legislar para todos sobre la base de las leyes que mejor le sientan a su clase.
Vamos a los ejemplos.
Mientras los intelectuales pretenden fundar toda dignidad (empezando por la suya propia) en el pensamiento y la fina argumentación, los brutos recurren a la brutalidad no sólo para defenderse de la burla de los primeros sino también (últimamente se ve ésto en la exhibición desembozada del orgullo de ser bruto) para recuperar una cuota de autoestima. Mientras los marxistas reivindican la debilidad del proletariado, su nobleza de espíritu y las injusticias que padece como base moral del derecho que reclaman, los halcones liberales reivindican la astucia, la agresividad y la audacia de unos pocos para legitimar su dominio sobre la mayoría.
Sería un despropósito que un marxista tratase de fundar su defensa del proletariado basándose en la mayor astucia y agresividad de éste. Tan absurdo como que un banquero defendienda su posición argumentando pobreza y debilidad.
Esto parece algo trivial y sonso, pero a mi juicio no lo es tanto. Si bien resulta natural que cada cual reclame por lo que considera que le corresponde y reivindique su posición sobre la base de las características para las que está mejor dotado, ocurre que por lo general el susodicho reclamante va un paso más allá y pretende que precisamente las características que mejor domina y en las que tiene una ventaja comparativa respecto del resto sean casualmente las que deben ser consideradas como baremo o medida para juzgar quién es mejor o peor, quién será el triunfador y quién el perdedor del juego global.
Resumiendo, cada cual pretende basar sobre las virtudes que sustentan sus propias ventajas comparativas, una escala de “valores universales”.
Ejemplo: para un intelectual, alguien que se eleva con el pensamiento por encima del mundo concreto es superior a un despreciable bruto. Para éste, en cambio, que habita el mundo de las “cosas reales” y consigue todo lo que necesita utilizando la fuerza bruta, la charlatanería impotente del intelectual resulta claramente inferior. Para un liberal de derecha, el hombre que no gana suficiente dinero no tiene valor. Para un marxista, el hombre que funciona por fuera del engranaje social no sólo carece de valor, sino que es un despreciable predador del prójimo.
En principio, tenemos miedo de adjudicar valor a características positivas de las que carecemos: el intelectual se siente inepto para operar en el mundo de las cosas concretas, por ende descalifica ese mundo. Lo propio hace el bruto, que no entiende una palabra de lo que dice el intelectual, o es demasiado perezoso para esforzarse en comprenderlo. El rico desprecia a quienes ejercen la solidaridad social, pues es incapaz de ella. El pobre desprecia al rico, pues es incapaz de generar riqueza o de multiplicarla.
Ese miedo a reconocer en otros la potencia allí donde somos impotentes se agudiza en los tiempos que corren: hoy en día hay muchos intelectuales diciendo cosas por ahí pero muy pocos reciben alguna atención, si es que la reciben, por parte del resto; hay muchos hombres capaces de ejercer la fuerza pero las máquinas (tanto en la producción como en la guerra) permiten prescindir cada vez más de la fuerza bruta humana; hay muchos empresarios defensores del libre comercio que sin embargo se ven obligados- para no desaparecer- a cartelizarse en un escenario de creciente concentración corporativa. Hay muchos socialistas o “progresistas” defensores del bienestar social que- incapaces de dar solución a los problemas concretos y ante la perspectiva de ser dejados de lado por aquellos a quienes dicen defender- se atrincheran en las burocracias gobernantes y sostienen sus privilegios a costa de asfixiar contribuyentes.
En una sociedad donde hay demasiados “maestritos” con sus “libritos”, todos pretendiendo evangelizar y legislar el mundo según su particular perspectiva, la sensación de impotencia es generalizada, y no deberíamos sorprendernos de ello: ningún organismo puede funcionar con sólo algunos de sus órganos. Los necesita a todos por igual: los brutos, los intelectuales, los liberales, los socialistas, los compasivos y los crueles, los constructores y los destructores. Todos son igualmente útiles, si trabajan en el lugar correcto.
Todos estamos en el mismo barco, y todas esas visiones del mundo- nacidas de una fortaleza y de una debilidad de cada uno- son igualmente necesarias. En una sociedad se necesita quien piense, pero también quien utilice la fuerza bruta; se necesita quien ejerza la solidaridad, pero también se necesita quien arriesgue y compita para mejorar.  La pretensión de imponer cualquier visión del mundo de manera unívoca o como sistema cerrado está condenada al fracaso.
Entonces, ¿por qué no nos sentamos todos a una misma mesa, y dialogamos e integramos nuestras diferentes fortalezas, en lugar de dilapidar todas nuestras energías en pretender desacreditar las fortalezas del otro, llevados por el miedo y la impotencia?


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