Es sabido que nuestra cultura sobrevalora y premia la “actividad masculina” por sobre la “pasividad femenina”, a la que hace a menudo objeto de burla y castigo (¿la adjudicación de sexo habrá venido después, en un intento de ilustrar el diferente valor adjudicado a estas dos tendencias, o bien el adjetivado sexista viene a reforzar la impresión valorativa?) Me pregunto si es posible restablecer un equilibrio en esta desigual ponderación, donde lo “pasivo-femenino” sea reconocido en toda su importancia, y por tanto justamente premiado.
Lo masculino se reconoce y premia en sus atributos de actor, realizador, competidor; en suma, por su poder de dominar, transformar y crear. Lo femenino, por otra parte, se nos revela en su plasticidad, su paciencia, su tolerancia, su naturaleza sufrida, su solidaridad y su poder de contención y de preservación. Estas diferentes cualidades, por cierto complementarias, no encuentran su premio o su castigo de manera equitativa.
El problema estriba en que las cualidades femeninas se encuentran en franco descrédito en nuestra sociedad actual; hasta las mujeres alineadas en el feminismo extremo recurren a la violencia y la impetuosidad para reivindicar valores que están muy lejos de su propia naturaleza. La plasticidad es vista como volubilidad, la paciencia como lentitud, la tolerancia como flaqueza de blandos y pusilánimes, la inclinación al sacrificio homologada a la idiocia, el poder de contención y de comprensión menospreciado por infructuoso, la solidaridad menoscabada como una práctica de comunidades a quienes sus líderes han lavado el cerebro; por último, las capacidades de preservación se denuncian como un arcaico resabio de conservadurismo y resistencia al cambio.
Este pequeño prolegómeno me permitirá introducir el tema principal de mi tesis, basada en la observación de que todos estos atributos “pasivos femeninos” forman parte- o deberían formar parte- del espíritu nuclear de ciertas profesiones y actividades de fuerte repercusión social, como son la docencia y la medicina. Y la pregunta que se hace esa mujer u hombre, maestra/o o médico/a, inmerso en una sociedad que desvaloriza las cualidades mayormente pasivas de su labor es la siguiente: ¿cómo convertir esa pasividad en algo rentable? ¿Es que acaso alguien querrá pagar bien por algo tan menoscabado? Cómo hacer para que eso que ya no tiene valor se venda a buen precio? ¿Cómo valorizar lo desvalorizado?
Una solución podría ser prohibirlo. La prohibición le agregaría un valor a eso que de por sí nadie busca, o mejor dicho, nadie se anima a reconocer que necesita. La atribución de ciertas características misteriosas o una historia de magia puede convertir en atrayente algo desvalorizado. Pagando lo estipulado, se pueden adquirir “enseñanzas secretas”, o se puede acceder a “curas mágicas” prohibidas por el Ministerio de Salud, o caracterizadas como “alternativas”, lo cual induce a sospechar cierto grado de prohibición oficial.
Otra manera sería adaptando el producto a la necesidad del comprador, basándonos en criterios mercantilistas. Obrando de esta manera, se podría vender incluso aquello que no sirviera para nada con la idea de que responde a los mandatorios intereses de quien lo compra: aquí el valor estaría justamente en la capacidad de la cosa para despojarse de un sentido o finalidad propios: el producto ofrecido, como si se tratara de un esclavo al servicio de su amo, puede renunciar a sus propios valores y adscribir los valores del comprador, brindando al mismo la agradable sensación de que su voluntad se expande y afirma doblegando la voluntad de otros. El consumidor es aquí el actor, el activo: ya no es él quien será modelado por la pedagogía: él modelará también a sus maestros y presionará a sus médicos, valiéndose del enorme poder que ha adquirido su demanda a los ojos de quienes le venden salud o educación. O mejor dicho: quienes venden estos productos le harán creer, con la infinita persuasión del márketing, en la ilusión de que “el cliente manda”.
Pero esto, querido lector, no es ni más ni menos que la esencia de la prostitución: la finalidad del acto no responde a su función natural. Se desvía de su finalidad intrínseca por la necesidad de satisfacer una finalidad ajena, y es forzada a ello por un poder.
La capacidad de comprensión, la contención, la paciencia y la protección que pueden brindar un/a médico/a, o un/a maestro/a, aunque reconocidas quizá individualmente, y aún así de forma muy escueta, son escasamente valorados por la sociedad: me atrevería a decir que incluso son castigadas con cierto encarnizamiento, parecido al que uno podría sospechar en un niño que se toma venganza contra las coerciones pedagógicas o higiénicas a que se vio sometido en el pasado. Esta conducta podría justificarse diciendo que la escuela o la medicina se convirtieron en las últimas centurias en herramientas de dominación de un poder hegemónico. Pero este no es el tema de este artículo, y desde mi punto de vista tampoco justifica la escasez de reconocimiento a quienes nos brindan bienes tan preciados como la salud o la educación.
Si nos atenemos a las leyes del mercado, y en vistas del poco valor atribuido a estas profesiones, cabe preguntarse: ¿acaso existe mucha gente con capacidad de contener o de proteger? Y encontramos, curiosamente, que no es así. ¿Se equivocó el mercado? ¡Claro que no! El bajo precio que se paga por la pasividad tiene más que ver con el desprecio que se siente hacia ella que con la necesidad que de ella se tiene. Si bien se la necesita, se desprecia esa necesidad, porque el verse en necesidad está mal visto. En la sociedad masculina, nadie necesita; el verse necesitado es igual a caer en desgracia. Quien visita al médico o desnuda su ignorancia ante un maestro tiene, en ese sentido, la misma engorrosa sensación de quien va con una prostituta: necesita de él o de ella, pero se avergüenza de esa necesidad. Ahora bien, uno podría pensar que en función de esta situación la prostituta o el médico debieran vender bien caros sus servicios, y ello no es así. ¿Por qué? Bien, porque en los últimos tiempos, como dijimos, esas cualidades apreciadas han dejado de ser tan apreciadas, para pasar a ser bastardeadas a los fines de contentar el alma: ¿acaso puede alguien necesitar semejante porquería? Y en caso de necesitar, ¿es que hay que pagar por ello? Al fin y al cabo, la prostituta lo único que hace es abrirse de piernas; la maestra lo único que tiene que hacer es charlar un rato con sus alumnos; el médico apenas si trabaja: conversa amablemente con sus pacientes. ¿Es eso hacer algo? Hacer, verdaderamente hacer, hacen los que dirigen y organizan. Los que hacen, en suma, que el dinero se multiplique, muchas veces haciéndole cosas a un prójimo que “se deja hacer”.
Paulatinamente, vamos restando valor a lo pasivo. Como si se tratara de una cruel venganza, descalificamos todo lo que no sirva para formar nuevos “hacedores”, y esa burla se ejerce sobre los personajes más sospechados de inutilidad: las maestras, los médicos y las mujeres verdaderamente femeninas. A las primeras se las castiga con la miseria económica, a los segundos con el escarnio social, y a las terceras relegándolas a la función decorativa, procreativa-hogareña, o victimizándolas por la violencia.
Ocurre así algo peor que renegar de la necesidad: no darse cuenta de que nos falta algo fundamental. Nada parece esperarse ya de una mujer, de una maestra, de un médico, más que su inveterada lentitud y un discurso “a todas luces” hueco. Personajes extravagantes o decorativos que se tolera—cada vez menos-- porque aún forman parte del escaparate social de fin de siglo, pero cuyas intervenciones –las apreciaciones de “mi mujer”, los consejos del “maestro del pibe” o de “mi médico”— adquieren la categoría de bufonadas que, encima, propician la ocasión de transgredirlas o ignorarlas y brindar así al potencial energúmeno una cuota de placer egoísta. Maestros o médicos prostituídos que apenas si son útiles para que las modernas madamas de las administradoras de salud o las consultoras educativas sostengan su negocio, su máquina –ésta sí valiosa-- de hacer dinero. Si primero existía una necesidad y un desprecio de lo pasivo, a medida que la sociedad se masculiniza va dejando de existir la necesidad misma de dichos elementos. La sociedad se vuelve incontinente, se “sale de madre”. Las propias mujeres reniegan de sus propios atributos, que se revelan devaluados en el nuevo contexto.
Para terminar, vale recordar que la contención, la comprensión y el metabolismo de los conflictos son trabajosos y engorrosos; sin embargo, constituyen la única vía hacia una transformación real de la violencia, la ignorancia y la enfermedad. La intolerancia o la impaciencia son más sencillas y baratas, pero los problemas rebotan en ellas, y siguen azotando a la humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario