GOTCH
La última novela de Bruno Malone
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El título de este post va en el mismo sentido que Umberto Eco tituló "Apocalípticos e Integrados". Vale decir, no como una confluencia, sino como una oposición. Seguidamente veremos por qué.
Cuando yo era niño, se asumía que la pobreza, junto a la brutalidad de los brutos y los ignorantes era una consecuencia de la falta de acceso a bienes simbólicos elevados, como ser la educación y la cultura. De hecho, el acceso a la educación y la cultura marcaban la diferencia y permitían que una persona pobre pudiese escalar posiciones en la sociedad.
La premisa aparente era que la injusticia social se fundaba en el escaso acceso de los más pobres a los bienes culturales más elevados, los cuales eran monopolizados por la "clase dominante".
Eso era cuando el conocimiento estaba en libros que costaban dinero, entradas de cine y teatro que costaban dinero, escuelas de elite que costaban mucho dinero.
Ahora bien: ¿qué es lo que ocurre actualmente?
Los bienes culturales están disponibles a costo cercano a cero para cualquiera. Cuando yo estudiaba, tenía que invertir cada año el equivalente de hoy a cinco pantalones para poder comprarme un libro académico (y ese costo representaba una barrera para muchos aspirantes a la universidad). Hoy, ese mismo libro está disponible a costo CERO para mis estudiantes. Las bibliotecas públicas tienen acceso gratuito a internet, los libros clásicos y también los prohibidos están allí, esperando ser leídos, al igual que los manuales de capacitación en cualquier oficio o destreza, las joyas de la pintura, la escultura, el cine y el teatro... ¡prácticamente todo el conocimiento y la cultura universal está al alcance de un clic, a costo cero! A este arsenal de recursos gratuitos se suman los infinitos tutoriales de youtube, y los infinitos videos que permiten aprender casi cualquier cosa que la curiosidad le proponga a un cerebro inquieto.
Pero... ¿dónde están ahora los cerebros inquietos?
Pues entretenidos, muy entretenidos, jugando jueguitos en el celular, o viendo videítos de (pasajerísima -¿o debiera decir "pajerísima"?-) moda, cuando no vociferando en las redes sociales discursos de odio o compartiendo chistes ridículos, o chateando a toda velocidad con una multitud de "minitas" o "amigos" sobre una multitud de tópicos igual de efímeros, o subiéndose a la vorágine de cuestiones "urgentes" que mañana serán rápidamente reemplazadas por una nueva agenda mediática...
Están "entretenidos", su atención ha sido secuestrada literalmente por un aluvión de banalidades.
Y así, entretenido hasta la médula, el sujeto va creciendo, hasta que un día descubre con sorpresa que ya es un adulto...¡ y sigue siendo pobre e ignorante!. Mientras tanto el enorme y monstruoso arsenal de bienes culturales se pudre en las bibliotecas sin recibir casi visitas, y los libros electrónicos, los videos tutoriales y una infinidad de slide-shares y monografías interesantísimas, producto de mucha gente que GRATIS comparte su esfuerzo de conocimiento con otros, juntan moho en la nube, porque los cibernautas prefieren hacer click en la noticia espectacular, en el jueguito de moda, o en aquel sitio porno donde una mina menea el culo o un tipo muestra los pectorales, vale decir: toman sin pensarlo el camino más fácil y directo para una satisfacción inmediata.
Eso sí: la culpa de toda la pobreza, brutalidad e ignorancia en la que estamos metidos, para el "progresismo", la sigue teniendo un sistema "hegemónico" que excluye a la gente del acceso a una educación y a la cultura, y que la condena a la miseria y a la explotación... Al menos, ese es el disquito que escuchamos de boca de algunos sindicalistas de la educación (muchos de ellos docentes anquilosados y analfabetos tecnológicos que carecen de la necesaria curiosidad y tesón para alfabetizarse ellos mismos). Lo que estos sindicalistas no dicen es que un cibernauta curioso dispone online de un verdadero TESORO de conocimientos, recursos y cultura, tan inmenso y vasto que haría innecesaria la educación formal que ellos puedan proporcionarle, más allá de enseñarle a leer y escribir y darle a conocer los rudimentos de la suma y la multiplicación, y las normas básicas de la convivencia social (tópicos que los mismos maestros generalmente omiten enseñar en sus claustros).
Todo esto nos hace pensar lo siguiente: no es suficiente que el acceso a los tesoros esté franqueado. No es suficiente con que el tesoro esté allí, a la vista, para hacerse rico.
Primero hay que verlo (darse cuenta que es efectivamente un tesoro).
Muchos argumentarán que por la propia deficiencia educativa, los (futuros) pobres son incapaces de reconocer el valor que tiene ese tesoro, y no pueden distinguir la paja del trigo. Podría ser, pero me cuesta creer en eso. En tal caso, es urgente- como proponen algunos- replantear la función de la educación para enfocarse en la solución de esta ceguera tan particular.
Yo creo que el tema es otro: no hay peor ciego que el que no quiere ver.
En mi opinión, lo que ocurre es que hablamos de un tesoro muy especial: no alcanza con tender la mano, apropiárselo, y empezar a disfrutarlo, sino que hay que ESFORZARSE para obtenerlo, y una vez obtenido, hay que seguir trabajando, pues se trata de una herramienta, no de una golosina. Es como una veta de hierro: está allí, a la vista, pero primero hay que saber que el hierro sirve para algo más. Luego, para extraer el hierro hay que trabajar, hay que dedicar esfuerzo y tesón, hay que tener VOCACION Y CONSTANCIA. Una vez obtenido el hierro, hay que seguir trabajando para fabricar herramientas. Y por último hay que tomar esa herramienta y seguir trabajando...
Entonces, reformulando la premisa del principio, podríamos decir que hoy, en presencia de condiciones completamente distintas de las que condicionaban el acceso a los bienes simbólicos hace apenas cien años, la situación es la siguiente:
La diferencia social se funda menos en la barrera económica de acceso a bienes simbólicos y culturales como en el escaso interés, esfuerzo y constancia que los futuros pobres muestran para apropiarse del conocimiento útil, y de los bienes culturales más elevados. Sin importar de qué estrato social provengan, aquellos sujetos más motivados, trabajadores y tesoneros tienen hoy más posibilidades de escalar posiciones sociales que aquellos otros que han quedado atrapados en la red del "entretenimiento" mediático y la (falsa) promesa de la satisfacción fácil.
Todo está a la mano.
Todo. El camino fácil y corto que lleva a la pobreza, y el camino esforzado y largo que te sacará de ella.
¿Cuál vas a elegir tú?
Es muy interesante analizar esta película comparándola con la original de 1971, porque la versión de Cóppola fue conceptualizada como una película que tiene una "visión de género" (femenino, aclaro innecesariamente, ya que desde hace un tiempo cuando uno habla de perspectiva de género parece que debe referirse únicamente a la perspectiva femenina). Su directora eligió hacer una "remake" de esta película cuya versión original del año 1971 fue protagonizada por Clint Eastwood y Geraldine Page.
Y cuando alguien hace una película, es porque quiere decir algo.
¿Qué quiere decirnos Sofía Cópola?
Un soldado de la Unión llamado John, herido, es descubierto por una niña que busca setas en el bosque. Primer diferencia: en la versión de 1971, cuando la niña y el soldado están escondidos bajo un árbol porque pasa una partida de enemigos buscando soldados para rematar o capturar, John besa a la niña para cerrar su boca y evitar ser delatado mediante un grito. Ese beso no es erótico: el soldado lo utiliza como arma para inmovilizar a la niña, pero este acto hará que la niña quede prendada de él. Esta escena de "pedofilia" ha sido convenientemente quitada en la versión de Cóppola.
John es acogido transitoriamente en el colegio de señoritas. Allí lo vemos asustado y preocupado, pregunta si no hay hombres cerca, y cuando descubre que se halla en un internado de señoritas, vemos que trata de ser amable con ellas, de ganarse la simpatía de sus captoras, porque sabe que así sus posibilidades de ser entregado al enemigo son menores.
Su estrategia de seducción es un arma defensiva, un recurso desesperado al que recurre en su impotencia (está lisiado) y que le permitirá evitar que los enemigos lo encuentren y lo hagan prisionero.
Así, trata seductoramente a varias de ellas por separado, y el espectador puede darse cuenta que ellas también están muy interesadas en él. La guerra ha impuesto una obligatoria abstinencia sexual. ¡Hace tanto tiempo que no están en contacto con hombres, que la presencia de uno despierta deseos dormidos! En la versión de 1971 también hay una mujer negra en la casa, quien también entra en la volteada. Este personaje ha sido suprimido en la nueva versión, quizá porque el esclavismo que practicaban y consentían estas damas sureñas no es compatible con la visión "angelical" que se espera construir esta vez (la mentada "vision de género" en la cual las mujeres son por naturaleza buenas e inocentes)
De modo que John, en la versión de Cópola, se va incorporando a la vida del internado, y como parte de su estrategia de supervivencia, además de ofrecerse para realizar trabajos y resultar útil, se esfuerza por sostener una fantasía erótica (que en ningún momento planea concretar) con 3 de las mujeres de allí.
Miss Marta, la regente dura y fría, piensa entregarlo al enemigo en cuanto se cure. Es un hueso duro de roer porque no está dispuesta a dejarse seducir con tanta facilidad, aunque por momentos vacila, y fantasea con tener un hombre para los trabajos pesados. La profesora de francés, en cambio, le responde con facilidad; tiene un interés genuino y romántico en él. En tercer lugar, hay una estudiante joven e impetuosa que lo acosa descaradamente, para demostrar que ella carece de prejuicios y remilgos en lo que a temas sexuales se trata. Desea obtenerlo como un trofeo sexual, tal vez para refregar a las demás, y sabe que cuenta con la ventaja de su lozanía.
En la versión de Cóppola, John le pide a la mocosa que quite la llave de la habitación donde está prisionero y una noche (vaya a saber por qué razón que la película no deja en claro) sube la escalera y se mete en la cama de la estudiante ardiente. Esto desencadena la crisis que luego lo lleva a la amputación y a la muerte. El espectador que ve esta acción así, descolgada de todo contexto, no puede evitar pensar: "qué tipo deleznable: Miss Marta lo protegió generosamente, la profesora de francés lo quiere bien, honestamente, ¿y él tiene que ir a revolcarse con esa mocosa? Es un maldito libidinoso, se tiene merecido su destino"
He aquí la "perspectiva de género" que mereció el aplauso de las feministas.
Sin embargo, la versión de 1971 es muchísimo más precisa y más clara respecto de los hechos que justifican el accionar de John.
En esta versión original, un día John es acosado por la ninfómana, que lo toca, lo besa, etc. John se deja tocar y besar; oponerse a esto podría generar en la mocosa un resentimiento peligroso. Lamentablemente un poco más tarde el mismo día la ninfómana lo ve besarse con la profesora de francés (con quien John parece simpatizar genuinamente) y en un ataque de celos cuelga de la reja un pañuelo azul (señal que indica a las partidas del ejército de que el sitio está bajo ataque enemigo o hay prisioneros para entregar). Una partida que pasa ve la señal, ingresa al predio y captura a John, lo reduce, y cuando están a punto de llevárselo prisionero, aparece Miss Martha y lo hace pasar por su primo que "ha venido sin anunciarse". Logra así ahuyentar a la patrulla y salvar la vida de John.
Al rato John se cruza con la estudiante en la escalera y la increpa: está seguro que ella ha puesto el pañuelo azul. Ella reconoce su tropelía, pero lejos de avergonzarse se le acerca seductora y le dice que esa noche va a esperarlo en su dormitorio, y que mejor que no la decepcione porque cuando se pone celosa "puede ser muy mala". John queda paralizado.
Minutos más tarde John tiene una conversación con Miss Martha y le agradece el haberlo salvado de la patrulla. Pero Miss Martha no se conforma con esto: lo mira fijo, le recuerda que esa noche también va a estar sola en su dormitorio, y con un gesto muy elocuente quita la llave de la puerta que lo mantenía encerrado en su habitación, y sin dejar de mirarlo y sonreír, se la mete en el bolsillo y se va.
Vemos luego a un John bajo presión: está siendo extorsionado y amenazado. Si no satisface las demandas de estas señoritas, será inmediatamente entregado al enemigo. De modo que sale de noche y sube las escaleras. No sabe dónde ir primero, si al dormitorio de Martha o de la ninfómana. Duda. Al rato se escuchan ruidos y la profesora de francés sale de su habitación a ver qué pasa.
John no ha planeado esta noche de "violación serial" porque es un "seductor empedernido"; estas dos mujeres lo han puesto contra la espada y la pared; las dos le han dado a entender que si quiere salvarse, tiene que entregar algo a cambio. Ellas no lo quieren desinteresadamente; lo extorsionan. A cambio de salvar su vida, exigen apropiarse de su voluntad y convertirlo en su esclavo sexual. La versión de 1971 muestra a las dos mujeres acicalándose a la espera del galán.
Pero continuemos con la accion: aunque no hay nadie en el pasillo, los ruidos vienen de algun lado; entonces la profesora de francés abre la puerta de la ninfómana... ¡y allí está John con la mocosa en la cama! John quiere explicarse... Pero la profesora de francés, dolida por su traición, le da un empujón y lo hace caer por las escaleras.
Ahora hay dos mujeres que pueden sentirse traicionadas: la profesora de francés y Miss Martha. Miss Martha es la más dura, es el "diablo pintado" del libro, y esa misma noche decide que la herida que John se ha hecho al caer por la escalera no va a sanar fácilmente. En vez de esperar a ver si sana o no, si se gangrena o no, apura el procedimiento y decide la amputación de la pierna. Sobre una mesa y con ayuda del láudano se realiza la operacion.
Cuando John despierta y descubre que ha sido amputado (o lo que es lo mismo: castrado sin ambagues), se enfurece, roba la pistola de Miss Martha y toma el control de la casa. Grita. Acusa a las mujeres de haberlo manipulado, acusa a Miss Martha de haberlo amputado para retenerlo en la escuela para siempre. En un ataque de furia, también arroja la tortuga de la niña por los aires y la mata.
Las mujeres están aterrorizadas. Sólo la profesora de francés realmente dolida por él, y se encierra con John en su habitación para perdonarlo y consumar un acto verdaderamente amoroso. Mientras tanto, en un estado de "belle indiferénce" (como si ella no tuviera nada que ver con lo que ha pasado), Miss Martha les dice a las demás mujeres que el prisionero "se ha vuelto inestable y peligroso", y que es necesario hacer algo al respecto. La niña. que está dolida por la muerte de su tortuga y también celosa, se ofrece para juntar unas "setas especiales". Lo invitarán a una cela de gala.
Esa noche en la cena de gala John está mucho más tranquilo, pide disculpas por todos sus exabruptos, ya que la amputación de la pierna lo ha desequilibrado. Pide disculpas también por la muerte de la tortuga. Anuncia que con la profesora de francés han decidido casarse. Y se los ve muy contentos.
Sin embargo, todas estas disculpas y cambios no satisfacen a las damas, que dejan que el plan de eliminación convenido siga su curso. Resultado: John será envenenado, las mujeres dejarán el cadáver afuera de la casa, y pondrán un pañuelo azul en la reja para que la partida lo retire.
John no es un hombre que seduce por seducir, porque es libidinoso, porque es maligno, porque es un violador serial, o porque es una mala persona, sino porque la necesidad lo lleva a eso. Pero ellas ven en su seducción una intención aviesa, y en sus promesas no cumplidas un pecado que debe ser castigado. Cientos de casos similares hay en la historia del cine, donde las seductoras son mujeres en aprietos. Casablanca, sin ir más lejos. En Casablanca, ella reflota el viejo amorío con Bogart para que éste los ayude a salir de Casablanca a ella y a su marido. ¿Le exige a cambio él que se acueste con ella? No, incluso la ayuda a irse con su marido, contra sus propios sentimientos.
Pero claro, Bogart es un caballero.
En cambio aquí, por más que se invoque el abracadabra de la "perspectiva de género", lo cierto es que las mujeres quedan muy mal paradas en cuanto a nobleza. Ellas sólo ven sus intereses egoístas (su deseo sexual, la necesidad de contar con un hombre que las ayude): en ningún momento ven a John como lo que es: un hombre desesperado que espera ayuda desinteresada. Y no están dispuestas a dársela.
Como queda metafóricamente indicado en la última escena- cuando cosen la mortaja que envuelve el cadáver de John- ellas "no dan puntada sin hilo".
Vale la pena hacer algunas reflexiones al respecto.
No voy a relatar la película, sólo diré que de los dos protagonistas, hermanos entre sí, uno es un rico y exitoso abogado, viudo y casado en segundas nupcias, y el otro es un médico. La premisa de base – y lo que se muestra en toda la primer parte- es que el médico, entregado en cuerpo y alma a su trabajo en el hospital, preocupado por el prójimo al punto de desatender por momentos su propia familia, en contacto permanente con las miserias de la condición humana y dedicado a salvar las vidas de otras personas, posee una calidad humana superior a la del promedio. Superioridad de la cual él está convencido, y con la cual se siente muy a gusto: a pesar de los sinsabores de su profesión, conserva siempre a flor de piel un resto de humor autosuficiente y dispensa al prójimo un trato condescendiente y comprensivo. Su esposa es guía de arte en un museo, y ambos forman en apariencia una pareja ideal, cool, “progre”, satisfecha de sí misma. Muy distinto es el caso de la pareja formada por el abogado -- al que su hermano describe como “obsesivo compulsivo”, frío y calculador, aburrido y sólo interesado en el dinero y en las sofisticaciones de caros restaurantes-- y su “barbie” (como la esposa del médico llama despectivamente a su nueva cuñada).
El médico y su esposa se consideran a sí mismos una pareja feliz y pagada de sí misma, defensores de valores humanistas, y han decretado que el abogado y su “barbie” son seres chatos, inhumanos, materialistas y despreciables. La realidad demostrará otra cosa.
Un hecho en particular mostrará que el FP considera que toda ley es injusta, fría e inhumana, porque la Ley, en la cosmovisión del FP, es una creación de las clases dominantes para perpetuar la opresión de los más débiles, de las víctimas. El médico se permitirá juzgar negativamente a su hermano por aplicar la ley de manera fría e imparcial, en vez de dejarse llevar por sentimientos pasionales de venganza, o por la certidumbre de estar en lo cierto, ante la “evidente” injusticia que se ha cometido, y que a diario se comete, contra las “víctimas inocentes”. Esta frialdad subleva al FP.
El hermano abogado representa en este caso la Ley, y esto no es un tema menor. La equidad y la igualdad ante la ley, donde todos tienen derecho a una defensa, incluso el acusado de un crimen, son principios básicos de la administración de justicia. Desde la perspectiva del abogado, la naturaleza humana tiene mucho de ambigua, y requiere un abordaje más cuidadoso.
Para el médico, los que piensan como él están en lo correcto, y los que piensan otra cosa son deleznables, no merecen “ni justicia”, ni tolerancia, ni consideración. El FP en el fondo está más cerca del fascismo que el fascismo mismo.
¿Por qué esto es así? ¿Qué psicología se esconde detrás de estas actitudes?
La víctima inculpable.
Al FP le cuesta asumir responsabilidad sobre sus actos. ¿Por qué? Porque asumir responsabilidad implica asumir parte de la culpa, y ocupar un lugar incómodo: el lugar del victimario. Y eso daña fuertemente la autoimagen del FP, cuya ceguera moral le impide reconocer en sí mismo las ambivalentes pulsiones agresivas y egoístas que bullen en su interior. A quien se ufana de ser el más altruísta de los hombres (un médico) no le resultará tan sencillo reconocer en sí mismo la existencia de pasiones agresivas o violentas, ambiciosas o egoístas.
Por tal motivo, el FP prefiere definirse a sí mismo – y ocupar su lugar social- como una víctima. Por definición, la víctima no es culpable de nada. Es sólo eso: una víctima, y tiene el micrófono abierto para denunciar y acusar. La simpatía de los hombres, además, cae siempre del lado de la víctima, y el FP necesita recibir una imagen simpática y agradable de sí mismo (en la película, el médico se complace en dar buenas noticias, es condescendiente con sus pacientes, juega al payaso con el niño internado...) Necesita de la aprobación de los demás como del oxígeno para vivir.
Mientras el FP siga siendo una víctima, podrá eludir toda responsabilidad sobre la gestión del gobierno (poniéndose del lado del pueblo oprimido en contra de los gobernantes), sobre la generación de riquezas (poniéndose del lado de los trabajadores en contra de los empresarios), ni sobre la administración de justicia (poniéndose del lado de las víctimas contra la inhumanidad de la Ley)
Desde ese lugar, cómodo y omnipotente, critica y defenestra a quienes eligen cargar con esas responsabilidades sobre sus hombros, y que al hacerlo descubren que han de vérselas con una realidad humana compleja, donde nadie es “bueno” en un sentido absoluto: el ser humano suele ser ambivalente, ladino, manipulador, avieso, sin importar la clase social a la que pertenezca. Para poder lidiar con estos aspectos el hombre responsable recurre a la Ley, una herramienta que la civilización creó para afrontar la complejidad, lo engañoso de la realidad y la volubilidad de las personas. Aplicando la ley en forma pareja e igualitaria, el hombre responsable, el que está al timón, intenta aproximarse a un ideal de justicia.
El FP, en cambio, en tanto se considera una víctima, reniega de la igualdad ante la ley. El tiene “derechos” a priori, y sus reclamos están de antemano justificados, porque considera que preexiste una situación de desigualdad manifiesta en el cual él ha quedado en el lugar de la víctima. La responsabilidad queda a priori del otro lado, del lado del victimario. No está dispuesto a discutir este punto. No admite que se aplique una justicia equitativa sino que exige una “reparación de la injusticia” a través de la “penalización directa” de los supuestos victimarios por él señalados, cuyo crimen es “evidente”.
El giro de la película va mucho más allá de que el médico pueda o no reconocer que su hijo ha cometido un delito: lo que el FP no puede aceptar bajo ningún concepto, es verse señalado como victimario. Salirse de la posición de víctima lo desestabiliza, sacude los cimientos sobre los que ha edificado su vida entera, distorsiona la imagen de altruísmo y bondad que se ha creado sobre sí mismo, y por eso mismo el médico está al borde de la locura, amenazado desde adentro por sus propias pulsiones encubridoras y criminales. Acusa al hermano de querer “vengarse”, destruyendo de un plumazo las bases de su cosmovisión (“somos víctimas del sistema, somos los buenos, los que tenemos razón. No somos victimarios ni nunca lo seremos”, parece gritar). Como no puede tolerar este derrumbe, se pone muy violento.
Mientras el médico ha decidido que lo mejor es “ocultar” el crimen y ahorrar la responsabilidad a su hijo (a quien, reproduciendo su cosmovisión, vuelve a colocar en lugar de víctima), el frío e inhumano abogado, en cambio, decide responsabilizar a quienes han cometido un delito, sin importar que sean de su propia familia.
Esta es la decisión más madura de las dos, y la que termina demostrando que el abogado posee una cualidad humana superior.
Es sabido que nuestra cultura sobrevalora y premia la “actividad masculina” por sobre la “pasividad femenina”, a la que hace a menudo objeto de burla y castigo (¿la adjudicación de sexo habrá venido después, en un intento de ilustrar el diferente valor adjudicado a estas dos tendencias, o bien el adjetivado sexista viene a reforzar la impresión valorativa?) Me pregunto si es posible restablecer un equilibrio en esta desigual ponderación, donde lo “pasivo-femenino” sea reconocido en toda su importancia, y por tanto justamente premiado.
Lo masculino se reconoce y premia en sus atributos de actor, realizador, competidor; en suma, por su poder de dominar, transformar y crear. Lo femenino, por otra parte, se nos revela en su plasticidad, su paciencia, su tolerancia, su naturaleza sufrida, su solidaridad y su poder de contención y de preservación. Estas diferentes cualidades, por cierto complementarias, no encuentran su premio o su castigo de manera equitativa.
El problema estriba en que las cualidades femeninas se encuentran en franco descrédito en nuestra sociedad actual; hasta las mujeres alineadas en el feminismo extremo recurren a la violencia y la impetuosidad para reivindicar valores que están muy lejos de su propia naturaleza. La plasticidad es vista como volubilidad, la paciencia como lentitud, la tolerancia como flaqueza de blandos y pusilánimes, la inclinación al sacrificio homologada a la idiocia, el poder de contención y de comprensión menospreciado por infructuoso, la solidaridad menoscabada como una práctica de comunidades a quienes sus líderes han lavado el cerebro; por último, las capacidades de preservación se denuncian como un arcaico resabio de conservadurismo y resistencia al cambio.
Este pequeño prolegómeno me permitirá introducir el tema principal de mi tesis, basada en la observación de que todos estos atributos “pasivos femeninos” forman parte- o deberían formar parte- del espíritu nuclear de ciertas profesiones y actividades de fuerte repercusión social, como son la docencia y la medicina. Y la pregunta que se hace esa mujer u hombre, maestra/o o médico/a, inmerso en una sociedad que desvaloriza las cualidades mayormente pasivas de su labor es la siguiente: ¿cómo convertir esa pasividad en algo rentable? ¿Es que acaso alguien querrá pagar bien por algo tan menoscabado? Cómo hacer para que eso que ya no tiene valor se venda a buen precio? ¿Cómo valorizar lo desvalorizado?
Una solución podría ser prohibirlo. La prohibición le agregaría un valor a eso que de por sí nadie busca, o mejor dicho, nadie se anima a reconocer que necesita. La atribución de ciertas características misteriosas o una historia de magia puede convertir en atrayente algo desvalorizado. Pagando lo estipulado, se pueden adquirir “enseñanzas secretas”, o se puede acceder a “curas mágicas” prohibidas por el Ministerio de Salud, o caracterizadas como “alternativas”, lo cual induce a sospechar cierto grado de prohibición oficial.
Otra manera sería adaptando el producto a la necesidad del comprador, basándonos en criterios mercantilistas. Obrando de esta manera, se podría vender incluso aquello que no sirviera para nada con la idea de que responde a los mandatorios intereses de quien lo compra: aquí el valor estaría justamente en la capacidad de la cosa para despojarse de un sentido o finalidad propios: el producto ofrecido, como si se tratara de un esclavo al servicio de su amo, puede renunciar a sus propios valores y adscribir los valores del comprador, brindando al mismo la agradable sensación de que su voluntad se expande y afirma doblegando la voluntad de otros. El consumidor es aquí el actor, el activo: ya no es él quien será modelado por la pedagogía: él modelará también a sus maestros y presionará a sus médicos, valiéndose del enorme poder que ha adquirido su demanda a los ojos de quienes le venden salud o educación. O mejor dicho: quienes venden estos productos le harán creer, con la infinita persuasión del márketing, en la ilusión de que “el cliente manda”.
Pero esto, querido lector, no es ni más ni menos que la esencia de la prostitución: la finalidad del acto no responde a su función natural. Se desvía de su finalidad intrínseca por la necesidad de satisfacer una finalidad ajena, y es forzada a ello por un poder.
La capacidad de comprensión, la contención, la paciencia y la protección que pueden brindar un/a médico/a, o un/a maestro/a, aunque reconocidas quizá individualmente, y aún así de forma muy escueta, son escasamente valorados por la sociedad: me atrevería a decir que incluso son castigadas con cierto encarnizamiento, parecido al que uno podría sospechar en un niño que se toma venganza contra las coerciones pedagógicas o higiénicas a que se vio sometido en el pasado. Esta conducta podría justificarse diciendo que la escuela o la medicina se convirtieron en las últimas centurias en herramientas de dominación de un poder hegemónico. Pero este no es el tema de este artículo, y desde mi punto de vista tampoco justifica la escasez de reconocimiento a quienes nos brindan bienes tan preciados como la salud o la educación.
Si nos atenemos a las leyes del mercado, y en vistas del poco valor atribuido a estas profesiones, cabe preguntarse: ¿acaso existe mucha gente con capacidad de contener o de proteger? Y encontramos, curiosamente, que no es así. ¿Se equivocó el mercado? ¡Claro que no! El bajo precio que se paga por la pasividad tiene más que ver con el desprecio que se siente hacia ella que con la necesidad que de ella se tiene. Si bien se la necesita, se desprecia esa necesidad, porque el verse en necesidad está mal visto. En la sociedad masculina, nadie necesita; el verse necesitado es igual a caer en desgracia. Quien visita al médico o desnuda su ignorancia ante un maestro tiene, en ese sentido, la misma engorrosa sensación de quien va con una prostituta: necesita de él o de ella, pero se avergüenza de esa necesidad. Ahora bien, uno podría pensar que en función de esta situación la prostituta o el médico debieran vender bien caros sus servicios, y ello no es así. ¿Por qué? Bien, porque en los últimos tiempos, como dijimos, esas cualidades apreciadas han dejado de ser tan apreciadas, para pasar a ser bastardeadas a los fines de contentar el alma: ¿acaso puede alguien necesitar semejante porquería? Y en caso de necesitar, ¿es que hay que pagar por ello? Al fin y al cabo, la prostituta lo único que hace es abrirse de piernas; la maestra lo único que tiene que hacer es charlar un rato con sus alumnos; el médico apenas si trabaja: conversa amablemente con sus pacientes. ¿Es eso hacer algo? Hacer, verdaderamente hacer, hacen los que dirigen y organizan. Los que hacen, en suma, que el dinero se multiplique, muchas veces haciéndole cosas a un prójimo que “se deja hacer”.
Paulatinamente, vamos restando valor a lo pasivo. Como si se tratara de una cruel venganza, descalificamos todo lo que no sirva para formar nuevos “hacedores”, y esa burla se ejerce sobre los personajes más sospechados de inutilidad: las maestras, los médicos y las mujeres verdaderamente femeninas. A las primeras se las castiga con la miseria económica, a los segundos con el escarnio social, y a las terceras relegándolas a la función decorativa, procreativa-hogareña, o victimizándolas por la violencia.
Ocurre así algo peor que renegar de la necesidad: no darse cuenta de que nos falta algo fundamental. Nada parece esperarse ya de una mujer, de una maestra, de un médico, más que su inveterada lentitud y un discurso “a todas luces” hueco. Personajes extravagantes o decorativos que se tolera—cada vez menos-- porque aún forman parte del escaparate social de fin de siglo, pero cuyas intervenciones –las apreciaciones de “mi mujer”, los consejos del “maestro del pibe” o de “mi médico”— adquieren la categoría de bufonadas que, encima, propician la ocasión de transgredirlas o ignorarlas y brindar así al potencial energúmeno una cuota de placer egoísta. Maestros o médicos prostituídos que apenas si son útiles para que las modernas madamas de las administradoras de salud o las consultoras educativas sostengan su negocio, su máquina –ésta sí valiosa-- de hacer dinero. Si primero existía una necesidad y un desprecio de lo pasivo, a medida que la sociedad se masculiniza va dejando de existir la necesidad misma de dichos elementos. La sociedad se vuelve incontinente, se “sale de madre”. Las propias mujeres reniegan de sus propios atributos, que se revelan devaluados en el nuevo contexto.
Para terminar, vale recordar que la contención, la comprensión y el metabolismo de los conflictos son trabajosos y engorrosos; sin embargo, constituyen la única vía hacia una transformación real de la violencia, la ignorancia y la enfermedad. La intolerancia o la impaciencia son más sencillas y baratas, pero los problemas rebotan en ellas, y siguen azotando a la humanidad.